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domingo, 28 de agosto de 2016

EL TESORO DEL MONTE DEL PENADO

Martín era un hombre feliz y dichoso. Aunque tenía un aspecto regordete, patizambo, bajito y no era el más atractivo de los hombres, ni poseía tierras, bienes o riquezas terrenales, nuestro protagonista disfrutaba de la vida junto a su esposa Sancha, sus 6 raquíticos e inquietos hijos y sus dos suegros, todos viviendo en una humilde vivienda fabricada en un adobe tosco, de mala calidad y que se hallaba en uno de los arrabales más pobres de la ciudad. Junto a Martín y su familia moraba en la casa su fiel compañero de trabajo, el asno Brioso, que en otra época pasada había vivido mejores momentos.


                 

Martín se dedicaba a vender haces de leña  que obtenía en un bosque a una legua a las afueras de la ciudad. Cada día, el humilde y orondo hombre partía al alba con su fiel asno  y tras cargarlo de madera volvía a la ciudad para vender la mercancía. Este proceso lo llevaba a cabo tres veces al día y aunque no ganaba mucho con ese trabajo, le daba al menos para alimentar a su hambrienta y numerosa prole.

Martín era un hombre agradecido y humilde, temeroso de Dios y de gran corazón. A pesar de sus escasos recursos era generoso con los más desfavorecidos  y en más de una ocasión dejó de comer  para compartir su plato con alguien  menos afortunado que él. En verdad todos los vecinos le tenían en muy alta consideración y estima.

Una mañana como otra cualquiera Martín marchó a cumplir con su rutina diaria. No llevaba ni media hora de trabajo cuando de repente tres hombres salieron de la espesura del bosque y cercaron a nuestro protagonista. El aspecto y actitud de estos individuos hizo temer lo peor a nuestro hombre.




-¿Dónde vais tan presto campesino?- dijo el que parecía ser el líder.

-Mi señor, solo soy un humilde trabajador que intenta ganar su escaso sustento cogiendo lo que me ofrece la madre naturaleza.- Replicó Martín.

-No tan humilde campesino, estoy seguro que se pueden sacar unas 10 monedas por ese asno.-  Respondió el malhechor.

-Mi Señor, tened misericordia. Tengo luenga familia cuyo sustento depende de la fuerza de mi asno. ¿Privareis de su alimento a mis pobres y raquíticos niños?-

-Campesino, no deberíais preocuparos por el asno ni vuestros hijos sino por vuestra  vida que estáis a punto de perder.- Dijo el ladrón mientras hacía un gesto con la cabeza dirigido a otro de sus secuaces, quien cuchillo en mano se acercó a Martín.

Comprendiendo el peligro que le acechaba, nuestro protagonista  saltó como una gacela y echó a correr monte arriba, mientras el desconcertado ladrón no arrancaba a seguirlo.

Matad a ese piojoso!- gritó el jefe.

-Señor, el campesino fuerza sus pasos hacia el Monte del Penado, lugar encantado y maldito, nadie en su sano juicio se atreve a cruzarlo y los que han osado adentrarse en él jamás salieron de allí cuerdos o con vida. Perded cuidado Señor, ese desgraciado ha sellado su destino.-

Convencido con estas palabras, el jefe de los malhechores sonrió y asintió. No era para menos, el lugar daba escalofríos y nadie osaba ni tan siquiera acercarse a la zona, pues circulaban rumores sobre apariciones de ánimas o del mismísimo diablo. Así, Tras apoderarse de las pertenencias de Martín, los ladrones decidieron adentrarse en el bosque y desaparecieron. 

Martín no paraba de correr monte arriba. No fue sino cuando le faltó el aire que detuvo sus pasos y se volvió un segundo para asegurarse de que no le seguían. Tras cerciorarse de que se encontraba solo, Martín se dejó caer sobre una gran piedra en un claro del monte, y allí sentado rompió a llorar amargamente. Luego, arrodillado y con las manos entrelazadas elevó una triste súplica a Dios en una sincera y ferviente oración.

No habían pasado ni cinco minutos cuando Martín escuchó a sus espaldas.

-Buen hombre, ¿os encontráis bien? ¿Cual es la causa de vuestro lamento?-

Convencido de  que los ladrones le habían encontrado,  Martín se levantó y se puso en guardia para luchar por su vida. Sin embargo todos sus temores se disiparon cuando al levantar la vista observó a su interlocutor. Este era alto, de tez pálida y unos ojos de un azul intenso, sus rasgos eran finos y de su cara surcaba una barba recortada y muy bien cuidada. Sus manos eran finas pero fuertes, aunque no acostumbradas al  trabajo manual. Sus ropajes eran de un tejido exquisito, cubiertos por una cota de malla y rematados por una armadura en cuyo pecho se apreciaba el emblema de la orden  a la que pertenecía el extraño, la Orden de Santiago. A un costado y sostenida por un cinturón asomaba una hermosa espada cuya empuñadura estaba labrada con una finura exquisita y rematada con incrustaciones de deslumbrantes piedras preciosas. Sin duda este extraño nada tenía que ver con los desaliñados y sucios ladrones que le habían robado poco antes. Martín intuyendo que se trataba de alguien de alta alcurnia  se arrodilló ante tal ilustre personaje.




-Mi Señor, disculpad mi desconsuelo. Me creía solitario en este lúgubre paraje olvidado de la mano de Dios y ante mi gran pena  no pude evitar derramar el dolor de mi alma al creador de los cielos y de la tierra.- se disculpó Martín.

-No os avergoncéis por ello amigo mío, pues no soy yo quien debe juzgaros por vuestros actos sino Dios. Pero levantaos y no os inclinéis ante mi por favor, que ante los ojos del Señor todas las almas creadas por él son iguales y no seré yo quien haga distinción de hombres por causa de cuna y alcurnia. La nobleza solo se gana haciendo bien a los hombres, pues es a través de las buenas obras que el ser humano puede ensalzarse y ser merecedor de la Gracia divina. Y si no os resulta incómodo expresarlo, siento  curiosidad por conocer tan grande lamentación.-

Animado al escuchar este razonamiento, Martín relató al extraño su desventura e infortunio con los ladrones. Expresó el amor que sentía por su familia y el incierto futuro que les aguardaba tras perder a su asno. El extraño personaje escuchaba con mucha atención mientras de vez en cuando acariciaba su barba y asentía con el ceño fruncido. Pasado un rato y tras terminar su relato, el caballero replicó:

-Amigo mío, vuestro dolor es más que justificado, pero sois hombre afortunado. Tenéis una gran familia, vivís una vida virtuosa y sois temeroso del Señor. Yo os digo amigo Martín, que fiel es Dios que no os dejará sufrir por causa de esta desdicha. La justicia divina  siempre es alcanzada por los justos que temen al Señor y sé que Dios obrará justamente con vos a causa de vuestra fidelidad. Ahora amigo mío, debo partir raudo, pues me aguardan asuntos que debo despachar con urgencia. Espero volver a veros en circunstancias más favorables y en las que vuestra fortuna haya cambiado.-

Dicho esto y sin mas, el extraño caballero inclinó la cabeza en señal de respeto y despedida y dando media vuelta se alejó de allí.

Martín quedó sentado un rato más meditando y cavilando las cosas  extrañas y a la vez angustiosas que en ese día aciago había vivido. De repente, su mirada perdida reparó que en el mismo lugar donde había conversado con el caballero yacía una hermosa alforja de cuero. Rápidamente Martín agarró la alforja y corrió hacia el camino donde había visto partir al caballero apenas unos minutos atrás, con la esperanza de encontrarle y devolverle su bolsa. Sin embargo tras largos minutos de búsqueda, Martín no pudo hallarle en ninguna parte. Tras desistir en la búsqueda, nuestro protagonista  sintió la curiosidad de conocer el contenido de aquella alforja. Si el caballero no había regresado a por ella probablemente era porque dentro no había nada que mereciera la pena. Pero al abrir la bolsa a nuestro protagonista casi se le para el corazón, al descubrir que en su interior había toda suerte de joyas, piedras preciosas y monedas de oro y de plata. Ante el temor de volver a ser asaltado, Martín decidió regresar a casa y allí en concilio familiar decidiría que hacer con el tesoro. 

Ya en la seguridad de su hogar, Martín relató con todo detalle todo lo que le había acontecido. Su suegra fue muy tajante respecto a lo que debía hacer:

-Martín, siempre has sido un hombre devoto y temeroso de Dios, la divina providencia ha querido compensar la pérdida de tu asno con este regalo del Señor.-   

-No es mi parecer suegra. Aquí hay más riqueza de la que podremos gastar en dos vidas. No es una compensación justa.-

Pedro, el suegro de Martín fue más prudente al respecto:

-Debemos reparar que cuando el caballero descubra su falta, toda la justicia del rey caerá sobre nosotros.-

-Marchemos a otro reino, pues con tal riqueza podemos comprar favores e incluso la hidalguía que nos dará prestigio. Compremos tierras y vivamos como la nobleza.- replicó la esposa de Martín.

Martín escuchó con mucha atención cada propuesta, pero finalmente sentenció:

-Siempre he confiado en el buen juicio de vuestras palabras, pero el consejo humano   a veces es erróneo y solo la sabiduría y prudencia de Dios nos muestra la verdadera senda que el hombre debe seguir. No sabemos si en este preciso instante ese pobre hombre está derramando su alma al Señor, suplicando y reclamando  lo que en justicia le pertenece. ¿Y quién soy yo para ser juez y decidir sobre lo que no tengo derecho? Seámosle fieles a Dios y hagamos lo que es justo. Pediré audiencia al señor obispo y le pediré consejo concerniente a este asunto.-

Pero conseguir audiencia con el obispo no era tarea tan sencilla por lo que Martín decidió hablar con el párroco de su villa. Don Mendo, el párroco, no daba crédito a lo que sus oídos escuchaban y cuando Martín hubo terminado, el párroco replicó:

-Habéis hecho bien en hablar conmigo, decidme hijo mío ¿habéis traído con vos la dicha alforja?

-No don Mendo, la guardo a buen recaudo, pues no deseo que caiga en las manos equivocadas.- Contestó Martín.

-Martín, Dios os ha traído hasta aquí y es su voluntad que me entreguéis tan grande tesoro. Pensad en el bien que haréis a esta parroquia, tan necesitada de muchos arreglos y…

- Padre, creo que ese no es el consejo que esperaba encontrar. ¿No reparáis en el gran daño e injusticia que cometeríamos ante los ojos de Dios si obramos de esa manera? – dijo preocupado Martín

-No me corrijáis, ¿acaso no hablo yo por Dios? Id y traed presto la alforja y no habléis con nadie más sobre el asunto.- Sentenció el párroco.

-Haré como decís don Mendo.- Dijo nuestro protagonista agachando la cabeza.




Sin embargo, Martín no estaba convencido de las buenas intenciones del religioso, de modo que decidió volver al lugar donde había conocido al extraño caballero con la esperanza de que este tal vez regresara para recuperar lo que había perdido.

Al día siguiente, Martín volvió al lugar donde encontró la alforja, aproximadamente a la misma hora en la que conoció al misterioso caballero, entonces se sentó y esperó. No pasaron ni 10 minutos cuando Martín escuchó a sus espaldas.

-Amigo Martín, ¿Qué hacéis de nuevo por estos parajes lúgubres y peligrosos? ¿Habéis vuelto para que os vuelvan a robar?-

Martín dio un respingo, se levantó y al ver al extraño caballero respiró tranquilo, entonces ofreciéndole la alforja dijo:

-Ay mi señor, ¿Cómo no iba a volver si vuestra excelencia extravió una gran fortuna en este mismo lugar olvidado de la mano de Dios? Con celo he guardado y custodiado lo que por derecho y lícitamente os pertenece. He aquí vuestra alforja mi Señor. Podéis contarlo si os place  que ni un ducado he sustraído, pues suficiente es mi desgracia para que a causa de mis actos  vos incurráis en  vuestra propia desdicha.-

-Explicaros bien amigo Martín porque vive Dios que no entiendo de que habláis.- puntualizó el caballero con aire de perplejidad.

-Vuestra alforja mi Señor. Ya sea por descuido o por estar absorto escuchando a este pobre desgraciado olvidasteis vuestra fortuna aquí a la vista de ladrones y de malhechores.-

-Vuestro corazón ciertamente es grande amigo mío. Me inclino ante vuestra generosidad y honradez, mas debo confesaros que tales riquezas os pertenecen a vos. Dejé esa alforja intencionalmente para aliviar vuestra desgracia económica. Y en verdad os digo que jamás en mi vida vi acto semejante de honradez en ningún otro ser humano.-

Martín no podía dar crédito a lo que sus oídos escuchaban.

-Mi señor, es mucho lo que me ofrecéis y nada he hecho para ser merecedor de tan grande riqueza. Por favor, algo habré de hacer para pagar tanta generosidad.-

- Los buenos hombres escasean en este mundo amigo mío. Muchos hablan de misericordia y buenas obras pero luego miran hacia otro lado cuando el hambriento y el desnudo imploran por un trozo de pan o algo con que cubrirse. Vos me habéis demostrado que en el mundo todavía quedan hombres santos y honrados. Id y gozad de estas riquezas con vuestros seres queridos, nada me haría más dichoso. Mas ya que habláis de hacer algo por mí os ruego me hagáis un minúsculo favor.-

-Lo que sea mi Señor, vos hacéis  misericordia conmigo y sería un honor para mí honraros sirviéndoos como merecéis.-

-Veréis, hace largo tiempo que no visito la ciudad a causa de los muchos asuntos que me ocupan. Os ruego amigo mío que utilicéis parte de vuestro dinero en pagar unas misas a favor del alma de mi difunto padre, don Manuel González que no ha mucho tiempo falleció en el campo de batalla y no hallando su cuerpo fue privado de santa sepultura y de los ritos cristianos necesarios para que su alma descanse en paz.-

-Perded cuidado mi señor que Así lo haré, y os juro por mi alma que vuestro padre no estará privado de dichas misas mientras yo viva.-

-En verdad sois grande noble amigo. Quede con vos mi eterno agradecimiento. Ahora marchad y gozad de vuestra fortuna. Yo he de partir a seguir despachando asuntos de Estado. Adiós amigo mío.-

Martín no cabía en sí de gozo. Ese día marchó a su casa con el corazón henchido de agradecimiento a Dios, pensando que en verdad los buenos actos y la honradez son recompensados por un padre celestial amoroso. Cuando Martín llegó a su hogar se encontró con la casa revuelta y desordenada. Su suegra, con lágrimas en los ojos le explicó:

-Don Mendo ha estado aquí  con dos guardias buscando la alforja con el tesoro.  No me creyó cuando le dije que  ibais a devolvérsela a su legítimo dueño y han destrozado nuestra casa buscándola. ¿Qué vamos a hacer ahora? La desgracia no hace más que perseguirnos.-

- Refrenad vuestra lengua suegra mía que soy portador de buenas nuevas.-

Martín explicó a su familia el encuentro con el caballero y el presente que había recibido. Luego, preocupado por haber burlado al párroco decidió partir de inmediato con su familia y dejar atrás la villa, instalándose a varias  leguas de allí.

Instalados en su nuevo hogar, Martín compró tierras y se dedicó al próspero negocio de la cría de ovejas cuya la lana vendía en los mercados internacionales, reportándole grandes beneficios. Con poco esfuerzo logró en poco tiempo  la hidalguía que aspiraba su familia. Sin embargo y a pesar de su prosperidad,  Martín  no olvidó  su  promesa y  semanalmente gastaba grandes sumas de dinero en favor del alma del caballero fallecido. No olvidó tampoco al pobre y el necesitado y donaba grandes cantidades a hospicios y hospitales. En verdad nunca la vida le fue tan dichosa.

Sin embargo la casualidad a veces es caprichosa y la mala suerte se ceba con quien menos lo merece. Un día, el párroco de esa ciudad murió y quiso el destino que su sucesor fuera el burlado don Mendo, antiguo confesor de Martín.

El párroco se sentía engañado y herido en su orgullo, así que cuando don Mendo supo de la existencia de Martín y su familia en aquella ciudad y de su prosperidad económica, decidió buscar venganza. El párroco propagó el bulo de que la  prosperidad económica de la familia se atribuía a que tiempo atrás habían asaltado y asesinado a un pobre comerciante y que habiendo escapado de la justicia se habían instalado en aquella villa. Las acusaciones llegaron a oídos del corregidor que dirigía esa provincia, de modo que sin mediar juicio ni interrogatorio, el pobre Martín fue encerrado como medida preventiva, confiscados sus bienes y desposeído de su hidalguía. Ya en la cárcel, Martín fue visitado por el despreciable religioso, quien le advirtió:




-El proceso puede demorar largo tiempo hijo mío. Mientras tanto, vuestra familia sufrirá la penuria del hambre y el frío. Sé que no habéis podido gastar toda la riqueza de la que me hablasteis. Estoy dispuesto a hacer un trato con vos hijo mío. Entregadme el tesoro que  os resta y os sacaré de esta celda. Dios ha obrado en justicia y os ha castigado por vuestro engaño.-

-Mi Señor, en ningún modo os engañé. Tal riqueza resultó ser un presente de…-   Martín calló de repente.

-¿De quién? ¿Ni siquiera conocéis el nombre de vuestro benefactor?-

Martín quedó estupefacto. Nunca se le ocurrió preguntar el nombre a quien tanta misericordia le había hecho a él y su familia. Sin embargo, conocía el nombre del padre de su bienhechor.

-Mi señor, es cierto que no conozco el nombre de mi benefactor pero el nombre de su padre fue el caballero Manuel González, señor de gran alcurnia de quien pago una misa por su alma semanalmente. La pago con los beneficios de mi industria ya que la riqueza que heredé de tan generoso caballero la gasté en mi hacienda y en obras de misericordia.-

El párroco le miró con ojos de asombro.

-O sois un loco o un embustero. Don Manuel González falleció hace ya dos centurias, en combate contra el musulmán  y desde luego no dejó vástago para heredar su fortuna y tierras. Vos sois un mentiroso y os prometo que vais a pudriros entre estas paredes.-

Dicho esto, el malvado párroco salió de allí mascullando entre dientes amenazas e improperios. Impotente, Martín se echó a llorar y a suplicar en ferviente oración que Dios le extendiera justicia y cuidara  de su familia cuando de repente escuchó una voz al fondo de la lúgubre y oscura celda.

-Paz a vuestra alma amigo mío.-

La voz le resultaba familiar. De repente la figura de un hombre emergió de las sombras y Martín pudo reconocerlo. Era el extraño caballero.

-Sois vos, mi Señor. Pero ¿Qué hacéis aquí? ¿Por qué os han prendido y os halláis preso?-

-Soy libre de ir donde quiero amigo Martín, y todo gracias a vos que habéis ayudado a redimir mi alma.- El caballero hizo una pausa y prosiguió: 

-Veo que os halláis perplejo y no entendéis nada. Os lo razonaré con gusto. En primer lugar me presentaré, mi nombre es Manuel González, fui señor de estas tierras y caballero de la Orden de Santiago por la gracia de Dios hace algo más de dos centurias. Yo era como muchos caballeros de mi época, impetuoso y de corazón valiente para  el combate y la violencia. Mi castillo se hallaba a pocas leguas de aquí haciendo frontera con tierras del Islam. Hace muchos años las guerras fronterizas eran muy frecuentes, sin embargo también vivimos largos tiempos de tregua y paz. La última tregua que sellé con el musulmán debía durar 30 años, pero al poco tiempo, cansado de sufrir la inquietud y la incertidumbre de sufrir un ataque improvisado, junté y armé un gran ejército dispuesto a terminar de una vez por todas el acoso de mis vecinos infieles. ¡Tanto tiempo ha pasado y sin embargo aún inquieta mi alma el dolor y la destrucción que causé!, pues con sangre y rabia masacramos a todos aquellos enemigos de la cristiandad sin respetar la vida de ancianos, mujeres o niños. 


Destruimos y saqueamos a nuestro antojo. A mis pies tenía toda la riqueza de una ciudad capturada y destruida a sangre y fuego. Los pocos supervivientes de la masacre fueron llevados ante mí pero antes de ser ejecutados, uno de ellos con fama de hechicero lanzó una maldición sobre mí y el tesoro capturado. Esa misma noche, cuando me retiré a mi tienda a descansar ya no volví a despertar y aunque mi espíritu era consciente de todo lo que ocurría a mi alrededor,  mi cuerpo mortal no solo había dejado de existir sino que había desaparecido a la vista de todos. Igual suerte corrieron las riquezas que había atesorado, desapareciendo sin mas. Mis caballeros se esforzaron por encontrarlas pero nunca las hallaron.

Sin embargo, los tesoros no habían desaparecido del todo, pues poco después reaparecieron junto a mí  en el interior de una cueva solo visible a mi vista. Pronto me di cuenta que mi existencia se encontraba limitada a ese lugar, ya que  una fuerza extraña me impedía salir de aquella tierra. Aquel lugar es el monte donde nos conocimos. Allí se alzó una vez una gran ciudad, la misma ciudad que yo mismo destruí y cuyas ruinas claman al cielo que se le haga justicia por mis errores pasados. 

Tardé bastante tiempo en ser consciente de que no solo estaba muerto sino que pesaba sobre mí una penosa  maldición. Solo unos pocos  mortales como vos han tenido la facultad de verme, pero la mayoría evitan pasar por esos parajes. Un día pude conversar con un  hijo del Islam que estaba de paso y no le temía a nada. Conocía muy bien la maldición que pesaba sobre mí. Me dijo que solo podía salvar mi alma si me arrepentía de mis pecados  y alguien intercedía por mí reparando el daño infligido con buenas obras. Pero hay más, son cuantiosas las riquezas obtenidas con sangre y fuego que yacen en esa tierra maldita, pero jamás serán recuperadas por hombre mortal a menos que sirvan para un justo propósito. 

Mientras exista parte de esas riquezas, estas deben ser custodiadas por un guardián por siempre jamás. Durante estas centurias he penado con el dolor de un alma herida por los terribles actos e injusticias que cometí.  A cuantos hombres di la oportunidad de enriquecerse y redimir mi alma me fallaron, pues con sus labios obtuve promesas que sus corazones no tenían intención de cumplir. La codicia fue su perdición, pues esas riquezas solo sirven a la justicia y se convierten en arena y vulgares piedras cuando no son utilizadas con sabiduría. En 250 años jamás conocí a alguien como  vos amigo Martín. No solo vencisteis a la codicia sino que hicisteis mucho más de lo que os pedí. Mi alma ha sido redimida y puedo ir donde me place, mas aún pesa sobre  mí la maldición en cuanto debo guardar el tesoro desde el alba hasta el anochecer. ¡Cuánto ansía mi desgraciada alma reunirse con aquellos seres amados que desde hace tanto tiempo ya moran en la presencia de nuestro Dios!-

Martín no podía creer lo que escuchaba y solo se le ocurrió preguntar.

-¿Sois un ánima en pena?-

-En cierto modo sí amigo mío, y debéis saber que desde que me liberasteis he velado por vuestra seguridad a través de mis oraciones durante estos años.-

-Pues como podéis ver vuestras oraciones han sido vanas. Mentí a un hombre de Dios y el Señor me está castigando ahora por eso.- Dijo Martín con semblante triste y decaído.

-Vuestra humildad se ve empañada por  vuestra inocencia amigo Martín. Ese párroco que os ha encerrado tiene el alma oscura. Conozco su duro corazón y hace uso del secreto de confesión como medio de lucro, sustrae dinero de los diezmos y las tercias reales y ha encerrado a muchísimos inocentes por causa del amor al dinero y el poder. Su deseo más profundo es promocionarse para obtener el cargo de obispo, aunque tenga que matar vilmente al actual. No amigo Martín, ese hombre no representa a Dios en ninguna manera y si me ayudáis, ambos podremos beneficiarnos y a la vez impartir justicia.-

-Vos me ayudasteis una vez y siempre estaré en deuda, decidme que debo hacer.- Dijo Martín recobrando el ánimo.

Tras explicarle el plan, Martín mandó llamar al corrupto párroco quién muy pronto se personó en la prisión.

-¿Habéis recuperado la cordura y vais a darme lo que os pedí?-.

-Lo haré con una condición, mi señor. Debéis firmar un documento que me libere de todas las acusaciones, que expliquéis  que mis ganancias fueron obtenidas  lícitamente y que soy hombre honrado y de fiar. Yo os prometo a cambio, la mayor de las riquezas que hayáis visto jamás en vuestra vida. Mas soy hombre precavido y no os revelaré el lugar donde se hallan tantas maravillas, antes bien os acompañaré y os mostraré el lugar exacto donde se encuentran. Si os engaño siempre podéis volver a encerrarme o castigarme como bien os pareciere.-

Don Mendo no estaba muy por la labor de que ese rastrero pordiosero le impusiera condiciones, sin embargo la expectativa de una gran riqueza hizo replanteárselo y accedió. 
Más tarde, cuando se apoderase de las riquezas, quemaría  el documento y encerraría a ese pobre desgraciado para siempre, pensó el párroco.

-Hecho, sin embargo vuestra familia quedará en custodia, por si acaso tratáis de engañarme. Además llevaré conmigo dos guardias para mi propia seguridad. Como veis hijo mío yo también soy precavido.-

A la mañana siguiente, Martín emprendió el viaje junto al párroco y los dos guardias. Al cabo de dos días llegaron sin contratiempos al monte donde nuestro protagonista había conocido a don Manuel unos años atrás. Allí, de pie esperaba el imponente caballero. El párroco se volvió hacia Martín.

-¿Qué es esto, una trampa? ¿Quién es ese hombre?-.

-Perded cuidado don Mendo, ese es el hombre que os va a hacer inmensamente rico. Acercaos y hablad con él.-

Desconfiado pero con la expectativa de recibir una gran recompensa, don Mendo subió el monte y al llegar a la par del caballero, éste saludó cortésmente.

-Sed bienvenido mi Señor, os seré sincero y hablaré con franqueza. Mi primer impulso ahora es agarrar vuestro cuello con mis manos y apretar fuertemente hasta que el  aliento de vida se escape de vuestra miserable existencia.-

El párroco volvió aterrado su mirada hacia los guardias quienes a pie del monte se encontraban prestos a intervenir a la menor señal. Don Manuel prosiguió.

-Eso haría con gusto, mas mucho me temo que mi estancia en el infierno se prolongaría muy largo tiempo, aunque de cierto os digo que haría un favor a la humanidad con tal acto. No obstante y por el gran aprecio que siento por Martín Ginés recibiréis lo que habéis venido a buscar.-

El párroco se sentía pletórico de emoción a pesar de  las amenazas del caballero. De repente don Manuel pronunció unas palabras ininteligibles y ante los ojos de todos, una gran roca se abrió en dos dejando ver un pasadizo en su interior. Desde la entrada podía observarse una escalera que bajaba por ese gran túnel.

-Ahí abajo tenéis vuestro tesoro, podéis disponer de todo si es vuestro parecer.-  Explicó el caballero.

-¿Me creéis necio acaso? Usáis magia extraña y suponéis que bajaré a ese oscuro pasadizo donde probablemente me espere un destino incierto y mortal. O quizás cuando penetre en sus profundidades volváis a cerrar la entrada. No, extraño caballero, haced que Martín penetre por esa oscura cavidad.-

-Como gustéis mi señor. Vuestra desconfianza me resulta molesta, mas veréis que nada debéis temer, pues Martín entrará sin reparo alguno y observareis que nada malo  ocurre.-

A la orden del caballero, Martín bajó por el estrecho y oscuro pasadizo ayudado por una antorcha. Cuando hubo bajado el último escalón la imagen que se abrió ante sus ojos fue extraordinaria. En un gran espacio había bolsas y cofres repletos de oro, joyas y piedras preciosas de todo género y color, llenando toda la sala casi hasta el mismo techo. Sin perder tiempo Martín agarró un par de alforjas repletas de riquezas y subió con ellas. Al salir a la superficie, el párroco le esperaba ansioso, con los ojos inyectados en codicia. Tras soltar una risa siniestra preguntó:

-Decidme hijo mío, ¿hay más oro ahí abajo?-

-Tanto como para crear reinos e imperios don Mendo. Mas no os ciegue la codicia pues con estas dos bolsas podréis vivir holgadamente  luengos años vos y vuestros descendientes.-

-No. Llevaré todo lo que puedan cargar los caballos. Id  por más que yo bajaré estas alforjas a nuestras monturas.-



El párroco tomó las dos bolsas y bajó donde se hallaban los caballos, pero cuando iba a cargar las monturas, al echar otro vistazo a su tesoro recién adquirido se dio cuenta que este se había convertido en piedras y arena. Muy airado y visiblemente molesto subió al monte a pedir una explicación. Entonces encarándose con don Manuel le amenazó.

-¿Qué magia oscura es esta que el oro se convierte en arena y las joyas en vulgares piedras? Si estáis intentando engañarme sufriréis las consecuencias.-

-No trato de engañaros. Esas riquezas están malditas y hechizadas y no pueden salir de aquí a menos que sean conjuradas con unas palabras recitadas en el idioma de los musulmanes. Martín así lo hizo en su día y por eso pudo disponer y gozar de ellas.- Explicó el caballero.

-Pues que vuelva a conjurarlo.-

-Si así lo hiciera solo él podría disponer de los tesoros y en vuestras manos volverían a convertirse en polvo. Solo vos podéis recitarlo si en verdad deseáis poseer estas riquezas.-

-Enseñadme el conjuro pues, aprisa.-

Don Manuel enseñó a don Mendo el conjuro que debía recitar en alta voz y tras hacerlo la gran roca que había sido abierta se fue cerrando lentamente mientras el párroco se iba difuminando a la vista de los presentes. Tanto Martín como los guardias estaban atónitos.

-¿Qué me está ocurriendo?-.  Gritó alarmado el párroco.

- La codicia os ha podido, ser corrupto y ruin. Habéis recitado el conjuro que me libera como guardián del tesoro y os hace a vos esclavo de él. Solo hasta que encontréis un alma pura que interceda por vos y recompenséis con generoso donativo para la consecución de obras justas nada os librará del tormento. Mas tan noble espíritu no abunda por estos siglos. Además, vuestro espíritu es tan negro como vuestras vestimentas y es mi parecer que vuestro destino ya está sellado y hasta que el día del juicio os sobrevenga y seáis llevado ante la presencia de Dios vuestra alma vagará por estos parajes malditos.-

Una vez el corrupto párroco terminó por desaparecer, don Manuel  dirigió su vista a Martín y con lágrimas en los ojos le dijo.

- Jamás podré pagar el bien que me hicisteis amigo mío. Sé con certeza que cuando volváis a la presencia de nuestro hacedor tendré que inclinarme ante vos porque en la diestra de Dios existe un lugar con vuestro nombre. Recoged el oro que habéis sacado y gozad de él, pues en vuestras manos dicha riqueza no se marchitará. Ahora parto donde no existe el dolor ni el sufrimiento. ¡Oh, veo los cielos abiertos amigo mío! y veo a mis padres que me esperan para recibirme. Oh Dios mío, cuan gozo siente mi corazón y mi alma ante la imagen que se abre a mi vista.-

Dicho esto don Manuel González desapareció en un haz de luz.

Luego, tras bajar a pie del monte, Martín se dirigió a los aún asombrados guardias y entregó una bolsa con toda suerte de piedras preciosas a cada uno. Los guardias, que odiaban al párroco y no lamentaban su suerte cogieron con gusto la recompensa que Martín les ofrecía.

 -Ved que seáis prudentes en vuestro testimonio cuando regresemos a nuestro hogar, pues todo lo acontecido en este día no pasará por alto a ojos de la Inquisición si lo relatáis tal cual lo vivimos. Tenemos dos días de camino para cavilar y meditar una coartada que nos libre de cualquier sospecha.-

Justo estaban a punto de partir cuando no lejos de allí, tres figuras emergieron del bosque, y a pesar del tiempo transcurrido Martín reconoció rápidamente  a los ladrones que le robaron su asno años atrás. Los guardias, prevenidos por Martín dieron el alto a los malhechores que sorprendidos intentaron defenderse. Sin embargo, la veteranía de los soldados se impuso y los tres ladrones cayeron muertos ante el empuje de sus armas. Entonces, razonando con prudencia Martín aconsejó:

-El destino nos es propicio amigos míos. Estos malhechores eran tres delincuentes muy peligrosos y conocidos. Si es vuestro parecer escuchad mi consejo. Cortémosles las cabezas y llevémoslas a nuestro corregidor como testimonio de la riña mantenida con ellos. Testificaremos que fuimos sorprendidos por estos ladrones y que en el fragor de la pelea don Mendo fue asesinado. Testificaremos que tan terrible estado sufrió el cuerpo del infame párroco que decidimos enterrarlo aquí mismo. Las cabezas de estos inmisericordes malhechores serán testimonio de nuestra verdad. Luego disfrutad y gozad de las riquezas que en este día habéis recibido por la gracia de Dios, mas hacedlo con prudencia y agradecimiento, sin olvidar al pobre y al hambriento, no sea que vuestro dinero se torne en vulgar arena.-

Los dos guardias asintieron y estuvieron de acuerdo en prestar tal declaración, sabiendo que si testificaban sobre magia y conjuros podían  perder  sus riquezas, pues la Inquisición las  declararía impuras. Así, cuando los tres hombres llegaron a su ciudad y reportaron todo lo acontecido en ese viaje y Martín aportó el documento que le declaraba inocente de cualquier imputación, la vida de todos continuó su curso. Martín tuvo una vida tranquila y sin sobresaltos, llegó a ser corregidor de aquella provincia y recordado por todos por su misericordia y justicia. 

Las crónicas de la época cuentan que cuando Martín estaba a punto de expirar en su lecho de muerte, sus últimas palabras fueron dirigidas a alguien que no se hallaba presente en el cuarto.

-Don Manuel ¿sois vos de verdad? ¿Venís a acompañarme a la presencia de Dios? Oh Dios mío, bendito seáis.-

En cuanto al Monte del Penado, han pasado varios siglos desde que se desarrollaron estos acontecimientos y el lugar sigue siendo un misterioso paraje para los lugareños que viven cerca,  ya que evitan cruzarlo de noche, pues  aseguran que está hechizado y que si prestas atención cuando el viento está en calma, se pueden escuchar los alaridos de un alma en pena. 



Se dice además que  algunos excursionistas que han acampado en aquel lugar durante la noche, han visto  a un personaje con una especie de sotana guardando celosamente y con desesperación un lugar entre las rocas en la que aseguran existe un tesoro escondido. 

FIN


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