Hace
mucho tiempo vivía en la ciudad de Sevilla un judío converso de nombre
Francisco Martín. Don Francisco era un acomodado comerciante, respetado
miembro de la comunidad y un ferviente creyente, cuya devoción se inclinaba
hacia San Martín Caballero, patrón de los comerciantes.
Don
Francisco se dedicaba a la venta de productos manufacturados, que eran
transportados al nuevo mundo, a través de la Casa de Contratación sevillana. Su
industria y buen hacer en los negocios le reportaba pingües beneficios. La casa de Contratación era un
hervidero de gente yendo y viniendo donde se abrían y cerraban multitud de
tratos comerciales. Este flujo de dinero era a veces aprovechado tanto por malhechores
como mendigos a fin de sacar algo de provecho a su mala fortuna.
Casa de contratación de Sevilla
Acampaba
por esas calles en aquellos días Marcelino Garrote, veterano de la guerra
contra Francia que perdiendo un brazo en batalla e impedido para el trabajo
manual, buscaba la vida mendigando un trozo de pan por las ricas calles
sevillanas. Así, cada mañana el pobre Marcelino se sentaba en una de las calles
más transitadas por estos ricos comerciantes, esperando inspirar lástima y que
un alma bondadosa deslizara una moneda a su viejo y sucio cuenco de arcilla.
A
Francisco Martín le disgustaba enormemente transitar por esa calle, molestado
casi siempre por la chusma andrajosa y acechado por amigos de lo ajeno. Siempre
que podía prefería caminar acompañado de otros compañeros del gremio. Eso le
inspiraba más confianza
y seguridad. En especial desconfiaba en gran manera de Marcelino, quien despertaba en su persona gran recelo y desprecio. El veterano soldado era un gran observador y Francisco intuía que el mendigo esperaba la
ocasión para delinquir y sustraerle la bolsa. Y es que muchos de los comerciantes solían
llevar bastante dinero encima, fruto de sus transacciones comerciales.
Generalmente la mayoría de los comerciantes llevaban escolta, lo cual era una
señal inequívoca de mucho dinero para los ladrones. En otras ocasiones eran las
propias escoltas quienes se apropiaban de los botines. Francisco Martín era
contrario a llevar escolta por estos y otros motivos, por eso, todas sus
transacciones económicas eran cerradas en su propia casa. Eran pocas las veces
que volvía a su casa con dinero encima.
Un
día don Francisco se hallaba cerrando el trato de su vida cuando su cliente acordó
entregarle allí mismo el pago de la transacción en oro. Francisco declinó amablemente
invitándole a cerrar la operación y por tanto la ejecución del pago en su propia casa.
El cliente negó con la cabeza declarando que la protección que la Casa de
Contratación le brindaba le cohibía a salir más allá de sus límites.
No
queriendo perder ni el cliente ni una considerable suma de dinero, Francisco
accedió a retirar los fondos unos días después. Iba de vuelta a casa
ensimismado en sus pensamientos cuando Marcelino que se encontraba en una
esquina cercana sentado, le advirtió a la vez que esbozaba una sonrisa.
-Cuidad
bien de vuestra bolsa estos días señor.-
Don
Francisco aterrado, corrió asustado dirigiéndose a casa del alguacil que era
amigo suyo. Allí visiblemente nervioso explicó al funcionario sobre la reciente
transacción y la gran cantidad de dinero que recibiría en breve. Le rogó que
detuviera al andrajoso veterano de guerra de quien sospechaba tramaba algún infortunio
contra él.
El
corregidor calmó a don Francisco prometiéndole obrar como le había pedido. Así,
el comerciante volvió a casa más tranquilo.
Ese
mismo día Marcelino fue detenido y encerrado en una mazmorra.
Pasaron los días y don Francisco decidió ir a cobrar su dinero. Tras el pago fue
caminando con paso firme y rápido hacia su casa mientras miraba receloso a un
lado y otro temiendo que le robaran el esfuerzo de su industria. De repente se
quedó blanco como el papel. A un lado de la calle se encontraba como siempre Marcelino, con su roto y sucio cuenco de las limosnas, implorando caridad.
Don
Francisco estaba aterrado sin saber qué hacer. Y es que al no haber justificación posible para mantenerle encerrado en prisión el corregidor había ordenado su liberación.
Pronto sus temores se disiparon cuando al mirar en su
derredor vio a Miguel Yañez, comerciante y amigo suyo que acompañado de su
escolta se dirigía precisamente en su dirección. Miguel saludó:
-Amigo
Martín, extraña coincidencia encontraros a estas horas por aquí.
-Buena
fortuna diría yo amigo Yañez. Mucho tiempo hace que no se
cruzan nuestros caminos. ¿Qué hacéis vos por aquí?-
-He
de encontrarme con un cliente y la casualidad o la fortuna me ha traído hacia vuestro camino ya que debo dirigirme muy cerca de donde tenéis vuestra hacienda. Observo que os dirigís hacia vuestra casa ¿Os importa si mi escolta y yo os
acompañamos? Creo que así el camino nos será más placentero y ameno.-
-Llegáis
llovido del cielo y de buen grado acepto vuestro ofrecimiento.- Replicó don
Francisco
-Marchemos entonces, sin embargo evitemos el tránsito habitual pues conozco camino más
seguro y menos concurrido. Estas calles se han convertido en lugares peligrosos, frecuentadas por bandidos y malhechores.
-Hagamos
como bien os pareciere, detesto transitar cerca de esa chusma pedigüeña- dijo el comerciante aludiendo a los pobres.
Así,
los tres hombres se apartaron de su camino habitual para adentrarse por otras
calles más tranquilas y menos transitadas.
Estaban
a medio camino cuando de repente Miguel Yañez detuvo sus pasos, miró a un lado
y otro y sacando un puñal de su cinturón amenazó a don Francisco.
-Entregadme
vuestra bolsa don Francisco, sé de buena tinta que hoy habéis recibido mucho
dinero en la Casa de Contratación.-
Don
Francisco no daba crédito a sus oídos. Uno de sus amigos le
estaba amenazando con robar el fruto de su esfuerzo y trabajo.
-¿Qué
significa esto Yañez?.- Preguntó atemorizado don Francisco
-Significa
que estoy arruinado amigo Martín. La Casa de Contratación retiró mi licencia hace unas semanas y
son muchas las deudas que me ahogan. Con este dinero las saldaré y podré
empezar de nuevo, viajando a las Indias. Ahora entregadme la bolsa u os la arrancaré de vuestros dedos
moribundos.
-¿Vais
a matarme?-
-No
puedo dejar cabos sueltos ni dejar que me denunciéis. Desgraciadamente debo
acabar con vuestra vida.-
Don
Miguel alzó su brazo para descargar el golpe mortal cuando de repente emergió
una figura de entre las sombras que con voz firme amenazó.
-
Detened vuestro brazo o lo lamentareis-
Don
Miguel se detuvo al instante al verse sorprendido, pero al descubrir a su
interlocutor no pudo reprimir una sonrisa de satisfacción. Se trataba de Marcelino el mendigo.
Haciendo un gesto con la cabeza, don Miguel mandó a su escolta que se encargara
del pordiosero. El secuaz sacó su espada y cuando llegó a la altura de
Marcelino se dispuso a contender con él. El escolta se creyó superior al juzgar
al pobre lisiado como un insignificante insecto al que solo había que pisar. Esta confianza fue su perdición pues
con gesto rápido, Marcelino desenvainó la espada con la que tantas
veces combatió en la guerra y con la agilidad habitual de un soldado bien
entrenado venció fácilmente a su oponente con la fuerza de un solo brazo.
Luego, dirigiéndose a don Miguel dijo:
-Dejad
caer vuestro puñal o morid-
Don
Miguel no se lo pensó un instante y ante el despliegue de fuerza y habilidad
del mendigo optó por huir del lugar.
Marcelino
se acercó a don Francisco:
-¿Estáis
bien? ¿Habéis recibido algún daño?-
-No,
me encuentro bien y debo decir que jamás vi a hombre alguno combatir tan extraordinariamente en condición tal como la vuestra.- Dijo un sorprendido don Francisco.
-¿Por
qué no me hicisteis caso, mi señor? os advertí que cuidarais de vuestra
bolsa, pues observé y con acierto a estos mismos hombres que acechaban vuestros
pasos desde hace días. Supe enseguida que nada bueno tramaban y cuando quise
explicarme vos corristeis como alma que persigue el diablo. Hoy cuando iba a
advertiros de nuevo contra ellos os metisteis en la boca del lobo.-
-Dios
no habrá de perdonarme amigo mío pues en pago a vuestro bien os hice mal poniéndoos en prisión.- Dijo avergonzado el comerciante
-Es
costumbre entre los hombres de fortuna juzgarnos a los pobres de
indeseables y malhechores, mas si refrenaran su juicio y abrieran su corazón
descubrirían la bondad y lo bueno que podemos ofrecer a un mundo que nos niega
una oportunidad.
Yo
no nací pobre ni iletrado mi Señor. En mi juventud tuve todo cuanto un hombre
puede desear. Sin embargo como segundón en la casa de mi padre y la
imposibilidad de heredar me forjé en la carrera de las armas, combatiendo en nombre
del Rey y destacando en el campo de batalla contra el franco y el holandés. Un día en el
fragor de la batalla una pieza de artillería arrancó mi brazo izquierdo y con
él mis ilusiones y anhelos de futuro. Licenciado, sin hogar e inútil para
el trabajo manual me vi en la vergüenza y necesidad de mendigar un trozo de pan
para subsistir. Y de cierto os digo que aun prefiero mendigar mi sustento a
delinquir para vivir de la abundancia. Pues ¿Con que ojos miraré a Dios cuando
me encuentre ante él en el día del juicio si mi alma está manchada por el
pecado y la corrupción? Vive Dios que aunque pobre en lo material viviré
haciendo el bien a fin de alcanzar la riqueza en lo espiritual. Ahora mi señor,
id en paz y resguardaros en la seguridad de vuestro hogar. Sed de buen ánimo
y honrad a Dios por seguir aún con vida, pues de cierto él ha guiado mi brazo.- Dijo con pena pero con orgullo el mendigo.
Francisco
Martín no pudo dormir esa noche. Toda su vida había creído que Dios bendecía y
protegía a los privilegiados y que sus diezmos y ofrendas a la parroquia eran
garantía de salvación eterna. Había creído que la miseria y pobreza de tantos hombres era parte del plan divino de Dios y por tanto, como castigo merecido, los
ricos no debían hacer nada para paliar el sufrimiento de los más pobres. Sin
embargo, en una sola tarde había aprendido más sobre los cielos en los actos y
palabras de un hombre humilde, que en todos los sermones escuchados
durante toda su vida en misa. Pues creyó oír voz
de ángeles en las palabras de Marcelino el mendigo.
Desde
entonces, se dice que Francisco Martín cambió su vida. No solo comenzó a dar limosna generosa a los
pobres sino que con su fortuna hizo construir un hospicio para el cuidado de
los más desfavorecidos y varios pósitos de grano para paliar el hambre en épocas de malas cosechas. Hasta el final de sus días, don Francisco no dejó de
favorecer a los pobres y desarrapados, siempre acompañado y protegido de su
fiel escolta, Marcelino Garrote.
Dicen
que una imagen vale más que mil palabras y así lo creía Francisco Martín, hasta
que aprendió finalmente que esa afirmación no siempre es correcta. El hombre
natural es rápido en emitir malos juicios por lo que se le presenta delante de su vista, sin
detenerse a observar detenidamente el corazón de sus semejantes, y es a
veces, en tiempos de angustia cuando aquellos en quienes más confiamos nos dan
la espalda, mientras que los que consideramos insignificantes o enemigos
nos tienden una mano amiga para ayudarnos a salir del pozo. El propio Jesucristo una vez dijo:
“no juzguéis según las apariencias..”
“No juzguéis y no seréis juzgados;..”
“…porque
Jehová no mira lo que el hombre mira, pues el hombre mira lo que está delante
de sus ojos, pero Jehová mira el corazón”
Solo
será cuando nuestro corazón esté dispuesto a hacer el bien a todos los hombres
sin distinción ni juicio, que estaremos en la senda que nos marcó el propio Jesucristo y nos
calificará como merecedores de nuestra salvación y del más alto galardón. FIN